Amigos acá estamos otra vez y aprovechando el tiempo que nos regala el verano, va un cuento de Gustavo Ramazzotti (escritor
argentino nacido en Bs As).
El cuento por su autor
"Este
relato lo escribí en el 2003 y fue publicado en el segundo número de la revista
Raskolnikov, que, pese a las limitaciones presupuestarias, fue un aporte más que
importante a las artes, las letras y la cultura en general. De aquel pasado tan
cercano atesoro muchos momentos y anécdotas. Eran tiempos de fervorosa lectura
de Onetti, cuya influencia en los textos era inevitable"
sábado, 19 de enero de 2013
Últimas imágenes
Por Gustavo A. Ramazzotti
Pasaron
varios días hasta que decidí volver al bar. Me costaba imaginar cómo iba a
disimular, cómo iba a ser la expresión de mi cara, mi mirada. Tenía que hacer
de cuenta que nada había pasado, o mejor dicho, que de nada me había enterado.
Sin embargo, todo el mundo hablaba de eso todavía. Algunos aseguraban haberlo
visto por última vez en las vías del tren carguero, otros fantaseaban con la
idea de que había sido aplastado y que su cuerpo había sido desaparecido
rápidamente, para evitar el pánico o el malestar de los turistas. Y también
había quienes no sentían vergüenza en decir que simplemente se había fugado de
este mundo, como si se hubiera ido desintegrando mientras se alejaba del
Puerto, por el camino del río hacia Avellaneda. Nadie pensó que se había
ahogado. Además, los buzos tácticos de la Prefectura habían buscado durante dos semanas en
las aguas, sin haber encontrado más que basura y escombros de barcos.
Claro
que toda la atención se centró sobre mí cuando entré, todos buscaban otra
versión del caso, alguna versión periodística, que sostuviera el mito de la
verdad, que aportara una hipótesis tranquilizadora. Pero yo estaba más
desconcertado que ellos. Nunca pensé que iba a tener la historia del Tano en
mis manos, que iba a poder actuar sobre ella con esa irresponsabilidad. De
todos modos, no era tan difícil evadir preguntas desde mi lugar. Alcanzó con
decir que todos eran rumores y que no había nada confirmado, que la historia
que yo había publicado en Voces del Sur era ficción, y que no me había adelantado
a los acontecimientos, tal como se rumoreaba en el barrio. Había que actuar con
seriedad y esperar los resultados de las investigaciones.
Lo
cierto es que el jefe de Redacción no volvió a ser el mismo conmigo desde
entonces, no volvió a hacer bromas ni a ironizar con estupideces ni a remarcar
su supuesta superioridad sobre el resto de las personas. Su rostro y sus
palabras sólo eran gestos de sospecha y de desconfianza. Parecía pensar que yo
había calculado todo, sólo se limitaba a comentar cuestiones superficiales de
los textos, e intentaba cerrar las
conversaciones lo más rápido posible. Sin embargo, no se animó nunca a decirme
lo que sentía y no volvió hablar sobre lo sucedido con nadie.
Desde
aquel día, para qué mentir, yo ya no soy el mismo tampoco, no puedo dejar de
pensar en todo, de sentir culpa, y de vivir con la certeza de que jamás sabré
la verdad.
Lo
único que se me ocurre es tratar de ordenar lo mejor posible las piezas,
encontrar un principio y un final a los hechos, pero todo vuelve una y otra vez
al misterio, a la incongruencia. Quizá yo deba también tomar el camino del
Tano, atreverme a pasar por lo mismo, a correr cualquier riesgo. Pero soy
cobarde, por eso escribo.
A un costado del tren de carga, el piloto sobre los hombros, la mirada hacia la humedad de las ventanas, los zapatos en movimiento pendular desde la mano, saludó al pulgar en alto que desde la esquina acompañaba el grito de su apodo. Recordaba el último encuentro que había tenido con Carla, su pelo oscuro con ondas largas. Su memoria almacenaba el adiós, episodios absurdos que pronto devendrían en palabras.
Santiago hizo una sonrisa de aprobación,
mientras untaba con mayonesa el pan.
–A mí que no me vengan con todos estos
inventos modernos –agregó Osvaldo, sin apartar la vista de la pantalla...
Tres cajas de biromes, negras, azules,
rojas, cincuenta resaltadores... permanecía atento a la hoja mientras subía. Se
detuvo cansado a cuatro escalones del primer piso. Pisó la colilla en la
escalera de mármol. Todavía tenía humo en la boca, por lo que no respondió al
lejano: ¡teléfono, Tano!
Lunes, lamentó. Levantó la vista y se
enfrentó a la primera cara que bajaba tapada con una taza de café: Marta estaba
malhumorada, aunque sostenía una mueca oportuna para cada compañero que veía en
el trayecto hacia el Archivo. Bajaba ansiosa y segura de que ni bien terminara
el café, el estudio de presupuestos y rastreo de morosos la libraría de
cualquier actitud de convivencia.
El gordo Víctor entró en la oficina donde
trabajaban la mayor parte del tiempo Marta, Santiago y don Anselmo. Agitado, la
camisa transpirada, palpó el bolsillo del pantalón, sacó el pañuelo y secó las
gotas en su frente. Los bronquios inflamados forzaban una respiración
entrecortada, pausas prolongadas para hablar. En los minutos que
desperdiciaba en hacer preguntas de rutina, Marta aparentaba cifrar el
contenido de unos biblioratos cuyas hojas habían pasado a ser su espejo hacía
mucho tiempo. Víctor se sentó, se secó nuevamente la cara con el pañuelo y le
dio unas carpetas con solapas que contenían facturas del mes anterior. Sin
necesidad de indicaciones, ahora sentada frente al jefe de Compras, detrás de
su escritorio, la mujer de rodillas anchas y aspecto de solterona, tomó las
carpetas sin levantar la vista sobre los números de teléfono que había anotado
en papeles de colores.
Santiago acudió al timbrazo insolente de un
cadete, al tiempo que intentaba imaginar algún diálogo entre su padre y
Anselmo, antes de que éste último fuera "don". Tomó la pequeña caja
con forma de rectángulo, envuelta en papel madera. Una caja que era telón
cerrado de una cara, que dejaba al descubierto (que no alcanzaba a cubrir) ese
cuerpo endeble al que, mostrándole la espalda mientras buscaba un espacio para
apoyar la encomienda, explicó cómo llegar al microcentro. Apoyó la boleta en la
palma de la mano y con la otra hizo un garabato a ciegas, que enseguida
extendió sin volverse, con el brazo doblado hacia atrás, al mocoso sin cara.
–Zulma nos tenía locos a todos, pibe... en
verano, cuando se venía livianita... –se pellizcaba la camisa con olor a
humedad. –Acá, en la oficina, no laburaba nadie, nene.
Decía esto mirando fijo a Santiago, que
sonreía con afecto y compasión al mismo tiempo. Una llamada telefónica
interrumpió el relato. Don Anselmo se apuró a concluir, pues se supo
encomendado para algún mandado: –que en paz descanse, Tanito, uno parece que se
burlara, pero no es así, la recuerda con afecto, pobrecita la Zulmita , más allá de las
bromas, era una mina diez puntos...
III
¿Hielo?
Santiago alzó el brazo e hizo un guiño cuando advirtió mi presencia. Pero yo sabía que no dejaba de pensar en Carla. Bebía a sorbos, como si sólo le interesara humedecerse los labios. De vez en cuando me dirigía alguna mímica incomprensible, o inflaba los pómulos con aire, para soplarlo rápidamente y volver a ofrecerme su perfil huesudo y bilioso.
¿Hielo? Se precipitó de nuevo el vozarrón
de Raúl, sin dominio de la distancia, entrenado por el ruido de motores en la
tarde. Santiago asintió con la cabeza. De inmediato, con el propósito de evadir
el usual monólogo del mozo, inclinó la cabeza hacia el mostrador y fijó sus
ojos en el aparato de televisión, que en la pantalla se arrimaron a los ojos
del dueño: el gordo de calva y dientes con sarro que permanecía frente a las
imágenes y a un costado de la caja, soltando su peso contra un banco detrás de
las botellas de licor añejo.
Riendo por una broma que viajaba hasta él
desde una punta del café, Raúl cambiaba un cenicero de lata por otro limpio,
levantaba el vaso de Santiago y limpiaba la mesa con un trapo con lavandina.Más tarde la puerta fue soltada hacia atrás. El chirrido provocó que el calor de las conversaciones disminuyera un instante. Como por acto reflejo, la mujer de pelo oscuro con ondas largas, maquillaje sobrio y uñas pintadas de blanco, fue rápidamente hacia la mesa ubicada cerca del mostrador y se sentó frente al Tano. Era la mujer que había caminado junto a él cerca del río, en silencio y serena, con quien había asistido pasivamente a la deserción de los días, al abandono que las estaciones depositan en los barcos. Pero ahora traía un inusitado esplendor en el rostro, estaba locuaz y hacía leer un aire de impaciencia a través de su mirada. Carla puso en el respaldo de la silla su tapado gris a cuadros, apoyó en el asiento una bolsa e incomprensiblemente, con el nerviosismo de un principiante, apoyó cinco "blotters" sobre la palma del Tano, que rápidamente los guardó en el bolsillo del piloto, adoptando una actitud de naturalidad como la forma más eficaz de disimulo. Ambos cambiaron sonrisas y falsas expectativas acerca de la conversación que mantendrían durante unos minutos. Coincidían, sin necesidad de palabras, en lo absurdo que resultaban los preludios en estas ocasiones.
–¿Falta algo? –preguntó pensando en el
autismo del hombre de rasgos juveniles y aspecto de cansado.
–¿Falta algo? –insistió, ahora ante los
ojos perdidos a la luz de los tubos fluorescentes. El Tano no respondió.
–Te juro que cuando me llamaste la semana
pasada... Café. Con crema, perdón... –se interrumpió mirándose de reojo al
espejo, se peinó con los dedos y enseguida prosiguió, como quien busca
desconocer un silencio: –me juré que de una vez por todas iba a terminar con
esta mierda, estoy harta de ser la mula y de ver a mis amigos sin otra ambición
que pegar papel de cinco mangos o ácido berreta.
IV
Se detuvo bajo el árbol de siempre, las
manos en los bolsillos del piloto, elcigarrillo tambaleando en los labios, la
ceniza a punto de caerse. Móni-ca se asomó al balcón. Desde allí era posible
ver la plaza de cemento, sin canteros, con pocos árboles. La oscuridad hacía
inútil su brazo en alto para llamar a Santiago, pero ella se esforzaba por
agitarlo hasta el agotamiento, como si quisiera denunciarse ante el barrio en
silencio o los jóvenes que miraban la vía y la soledad de la calle Garibaldi.
Santiago estaba, una vez más, ciego ante el movimiento de la mujer, aunque
reconoció fácilmente su minifalda blanca. El cigarrillo era ya una luz naranja
que se iba apagando mesura-damente en el empedrado. Con fastidio, tal vez hasta
olvidando en esos instantes a la mujer morocha que habría deplorado el viaje
demorado de su marido, se sacudió el pantalón con ceniza que había caído del
cigarrillo. Avanzó lentamente hasta el chirrido inconfundible de la puerta.
Mónica no le aceptó el beso insípido y le mordió brutalmente los labios, que
aún mantenían el gusto a ginebra; lo empujó por los hombros y echó el cuerpo
hacia atrás, soltó una carcajada y subió la escalera del conventillo como quien
busca escabullirse, moviendo la cadera de un costado al otro, en gesto de burla
dirigido a las manos que, pese a no haber podido prensar allí mismo, de una vez
por todas, la carne que transparentaba la tela blanca, triunfaron al entrar en
el cuarto, donde la tenue luz de un velador alteraba la oscuridad.
–Eso pasa cuando uno se mete con minas
medio colifas –interrumpió el mozo, mirando al Tano a través de los ventanales,
su caminar extranjero, siempre maduro para el descubrimiento de algo irreal.
–Es joven –insistió el hombre de cabeza
deforme, ahora dirigiéndose a mí sobre el vapor del café, con aires de
superioridad. –Un desengaño nunca está de más –agregó.
La noche ya había ganado terreno suficiente
para llevarse de vuelta a las gentes del bar. El ruido del televisor se
acentuaba, copaba los espacios que iban quedando vacíos, a media luz. Raúl apoyó
los antebrazos en una punta del mostrador, dispuesto a reír y escandalizarse un
poco por las imágenes del noticiero de trasnoche. El hombre de cabeza deforme
se fue acercando mediante cómicos saltitos, moviendo hacia atrás y adelante los
brazos, para sumarse a las risas escandalizadas.
Aproveché aquel momento para releer lo
último del cuento que algún día iría a publicar en el Suplemento Literario del
diario barrial "Voces del Sur". Escribí durante un par de horas, sin
interrupciones, hasta la madrugada. Serían aproximadamente las cuatro cuando
guardé el cuaderno en el portafolios y decidí irme. Habría continuado
escribiendo si no me hubiese dado cuenta del cansancio que pesaba en las ojeras
y la cara mortecina de Raúl, que contemplaba a desgano los espacios vacíos
mientras barría. El gordo roncaba sobre el mostrador, la cabeza en los brazos
cruzados. Hasta mañana, dije, pero antes puse algunas monedas de propina sobre
los tres billetes que había dejado debajo del plato de aceitunas. Raúl me
respondió a través de un bostezo. El aparato de televisión seguía encendido y
salpicaba ahora disparos de ametralladora, frente al autismo del gordo, contra
el sopor del mozo.
Caminé por Pedro de Mendoza y doblé en
Almirante Brown, estuve solo en la parada de colectivos, hasta que llegó un
hombre vestido con un bleizer, un pantalón de vaqueros y zapatos con cordones.
Era viejo y estaba borracho. Dijo una serie de estupideces e insultó a unos
chicos que pedían monedas para poder viajar de regreso hacia la Isla Maciel. Subió al
colectivo detrás de mí y no dejó de insultarlos sino una vez que lo distrajo la
vista del río desde el Puente. Llegué a la redacción ya en comienzo del
movimiento de mamelucos, trajes y almacenes de Dock Sur.
El jefe de Redacción estaba sentado frente
a su escritorio, la luz del monitor resaltaba su rostro sarcástico. Fumaba un
cigarrillo mentolado, me miraba de pies a cabeza y sonreía.
–Tráigase aquella silla –señaló un rincón
de la redacción, la única silla que parecía no estar rota. Enseguida dejó que
los lentes se deslizaran hacia abajo en la nariz de pajarraco y hojeó el texto
sin dejar de fruncir el ceño un instante.
–Una historia de amor: ése bien podría ser
el subtítulo, con letras de mayor tamaño, cargadas con más tinta
–dijosonriente. –Ya sé, a usted le importan un carajo las clasificaciones
genéricas...–Puede llamarla de amor, como quiera, pero no sabría precisar qué casillero le corresponde –dije, con un tono que mezclaba seguridad y vergüenza. –Sólo sé que pude escribir sobre acontecimientos relacionados con un vecino de la infancia y compañero en las divisiones inferiores de San Telmo. Si me hubiera visto jugar, créame, se alegraría de que me haya dedicado a la escritura –agregué, e inmediatamente me arrepentí de haber justificado mis intenciones ante el infeliz.
Con una postura relajada en la silla, palpé
el bolsillo de la camisa fingiendo haber olvidado el encendedor. Mientras el
jefe me daba fuego proseguí, hablando con el cigarrillo en la boca: –necesito
dos días más, por lo menos. ¿El sábado? –dije, sólo para escapar de ese
agujero, ya seguro de que resignaría la publicación indefinidamente.
–Está bien. ¡Última oportunidad! dijo el
pajarraco en tono jocoso.
–Se lo habrá llevado de viaje –se dijo, en
alusión al marinero retacón que, horas atrás, había abandonado el cuarto cuyos
muebles ya se avistaban, anunciaban la inminencia del día y la soledad de
ambos. Por primera vez en su vida se sintió mezquino, pero lejos de molestarlo,
esa sensación lo reconfortó, sobre todo cuando corroboró sin necesidad,
movilizado por su propia mezquindad, que el bolsillo del piloto protegía, con
la eficacia de un acorazado, los ácidos que él y la mujer que oficiaba de
consuelo compartían a veces.
Antes de irse dejó la pava cerca de la
hornalla encendida a fuego mínimo. Mónica aún dormía, desparramado su pelo en
la almohada.
Al día siguiente salió más temprano, en
compensación por horas extras que había trabajado el mes anterior. No fue al
bar, ni siquiera se asomó a los ventanales, tal como solía hacer para comunicar
sus esporádicas ausencias.
El papel sujeto con un clip a la carpeta se
movía en una suerte de aleteo constante. Enviar mañana Fax a Burn Group, hablar
con Gómez, pedir presupuestos: había anotado Marta antes de irse. Marcó la
tarjeta.
En la Plaza Matheu merodeó
los trazos imaginarios de una cancha que habían construido los chicos, a fuerza
de buzos, camperas y mochilas.
Mientras yo veía que se sacaba el piloto y
se arremangaba los pantalones, el pasado se presentaba nítido, irrespetuoso del
orden fantasmagórico del recuerdo. El Tano en cuclillas, la pelota apenas
sostenida con los dedos. Yo a su lado, la misma posición y mi brazo alrededor
de su cuello. Ambos ante la cámara fotográfica de Osvaldo, sonrientes, huecos
entre diente y diente; con despreocupación por el tiempo, por nuestra vida útil
en las inferiores. Esperaba ahora que la pelota llegara a sus zapatos y les
contagiara un poco de barro; disfrutaba del ansia de los pases que lo excluían,
seguro de que no defraudaría cuando entrase en juego.
Recostado en la cama, las piernas
recogidas, oí el ruido del agua que se estrangulaba adentro de las paredes, sus
pies descalzos que andaban sobre la alfombra azul. Entró en la habitación
desarmando el turbante de toalla que envolvía su cabeza y cantando a media voz
una canción cuya letra se me hacía confusa. Se puso una remera encima de los
senos desnudos y se acostó a mi lado,boca arriba. Dejó de cantar y me dijo, sin
entusiasmo, casi distraída, que la trama le gustaba. Calló de súbito, dejando
flotar un suspiro fuerte en el aire. Pero mis verdaderos pensamientos estaban
únicamente dirigidos hacia lo que yo, con la imposibilidad de justificar la
sinrazón de la deslealtad, había venido elaborando durante un mes. Hacia la
idea de que no tendría sentido ahondar en el desconcierto que iba a generar su
desaparición, ni en los comentarios de sus compañeros de trabajo, ni en las
hipótesis de Raúl ni del hombre con cabeza deforme. (En todo caso, valdría la
pena una referencia a la tristeza que mataría a Osvaldo con la misma voracidad
e inocencia de un animal salvaje).
Horas más tarde, inclinada hacia mí en la
cama con respaldo de bronce, ella me hablaría por primera y única vez de lo que
pensó luego de su última actuación en el café, cuando ya el final se había
precipitado a su imaginación:
–Su cuerpo y su rostro me lo imploraban
aquella noche en el bar. Quería salvarse... el muy ingenuo buscaba la
salvación.
Caminaba entre los rieles. A su derecha
pasaba un auto desafiando la estrechez de la calle Garibaldi. En la plaza había
brazos que llevaban bolsas vacías, disfraces llenos de cuerpo, fetos que se
refugiaban al fuego de vientres y escupían brasas alrededor del cantero. Los
juegos se aquietaban bajo el néctar del celaje. Alzó la cabeza: Mónica tenía
apoyados los antebrazos en la baranda de hierro del balcón; la habitual
carcajada de desenfado era ahora una sonrisa flemática, un sollozo que se
enmascaraba detrás de la candidez de sus ojos. En un arrebato de éxtasis atinó
a llamarlo con un grito de súplica; pero la madre palabra siempre abortaba
delante de ellos. De todos modos terminó por volverse con apatía. Cerró
fuertemente la puerta y entró en el cuarto.
Indiferente e ignorado, reanudó la marcha y
se sintió aliviado por el cese del zumbido. Ahora tan sólo sentía... la humedad
en su cuerpo... el pánico de los pájaros... el eco del tren a lo lejos... la
cercanía del río... sus últimas imágenes en una ciudad a ciegas.
domingo, 13 de enero de 2013
Nuevas palabras para este 2013
Ha comenzado un nuevo año y este pequeño intento de difusión literaria va dando sus primeros pasos. El viejo Bukowsky y el joven Ricciardelli han sido nuestros dos escritores elegidos para poner en marcha esta nave. Esperando que hayan sido de su agrado y que nos acompañen a surcar los mares de la fantasía, los invitamos a seguir leyendo.
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