Pesadilla
Mil
rutas se apartan del fin elegido,
pero
hay una que llega a él.
(1533-1592)
Pantalones, buzos, camperas, todo
había sido revisado una y otras vez con paciencia, con insistencia. Nada, y
ella estaba segura que había guardado veinte pesos por si acaso, por si el
ataque. Pero el fin de semana había sido un descontrol. Y ahora se fueron y
se llevaron la plata... Entonces, se insulta, por estúpida, por
estúpida, se dice y piensa en la Vieja y se imagina yendo para el bar a
mendigar unos pesos, a pedir un laburo. Y otra vez la Vieja le iba a mandar lo
peor, lo más asqueroso, por engrupida, por cocorita. Porque cuando le agarraba
el ataque hacía cualquier cosa. Y eso le daba bronca y odiaba a la Vieja y se
odiaba a sí misma, porque se veía tirada en un colchón cualquiera, montada a la
fuerza, con la mirada en blanco conteniendo las ganas de vomitar, apurando el
polvo por asco, por bronca y deseos de salir pronto y correr hasta el kiosco
para conseguir esa mierda que la tiene presa.
Se puso un buzo y salió a la calle.
Tiritaba. Caminó apurada con los puños golpeándose cada tanto los muslos. No
escuchó los insultos ni la bocina, sólo el relámpago de las luces golpeándole
en los ojos y el chillido de los neumáticos desgarrándose sobre el asfalto. Se
descubrió llorando en medio de una avenida, en el centro de una maraña de luces
y bocinazos furiosos. Salió temblando, como si esa mano que le aprieta la
garganta, la sacudiera de pronto como a una muñeca de trapo, rota y con destino
de abandono. Apuró sus pasos.
Tuvo suerte, era temprano y las
humillaciones no se dispersaron más allá de ella y del flaco que atiende la
barra. La Vieja aceptó su propuesta y la mandó al Riachuelo. Una pieza en un
viejo PH en la Avenida Amancio Alcorta, a unas cuadras de Sáenz. Puterío barato
de camioneros y pobres. Nataly lo conocía y la bronca se le acumuló en la boca,
entre insultos y recuerdos. Pidió unos pesos que la Vieja le adelantó caros y
la mandó con el Flaco a buscar un poco de pasta y una pipa. Así no te
cortás, y laburás mejor. Le dijo aumentando la presión, la mano sobre el
cuello.
Despacio, despacio ... dejame, el
Flaco encendió la pipa y se la pasó. Chupó entre toses y saliva, hasta que poco
a poco aquietó los gestos, las manos. Después se acomodó el pelo y fueron hasta
Pompeya. El Flaco la encerró en la pieza junto a otra piba que dormía desnuda
junto a un sillón. Prendió un cigarrillo, esperó al primer cliente y se cruzó
al bar.
Junto la guita y me voy, le
decía una y otra vez a la que dormía tirada en el sillón, como advertencia,
como anuncio, como prédica para convencerse y convencer a todos los objetos del
lugar. Sonaron los tres golpes y entró el primer hombre. Un tipo común, cara
de nada, pensó y lo llevó hasta el colchón. Pasó uno, dos y el tiempo
empezó a estirarse. Entre idas y vueltas la ansiedad le trepaba por el cuerpo y
volvieron las ganas de fumar, la mano sobre la garganta y la sangre rebelándose
sobre el cuerpo ajetreado, lleno de olores ajenos. El Flaco seguía fumando y
anotaba cada tanto números y hora sobre un papel amarillo. Junto la guita y
me borro, ¿entendés?. Uno más y no me ven más el pelo. Me voy. Le decía
ahora a la piba que acababa de despertarse. Se acomodó en el sillón y le pidió
un cigarrillo. Fumó mientras se ponía una remera. Nataly la miraba fumar, tonta
y acabada, pensó mientras revolvía en un pequeño cuarto que usaban de
cocina. Encontró un cuchillo y se puso a jugar, marcando, dibujando en la
puerta. Me voy, me voy.
Sonó el
timbre. Uno más y me voy a la mierda, le dijo a la otra piba
acercándose. Se corrió el pelo de la cara
abrió. Un hombre ancho, de mediana estatura entró. ¿Cómo están las
nenas? Disparó agrandado, mostrándose confianzudo, con aires de macho. ¿Consiguieron
la porquería? ¿Por dónde empezamos? ¿En la mesa? Soltaba preguntas y se
paseaba por la pieza. Hasta que un no interrumpió la ingravidez del
monólogo. Hoy ... vamos a cambiar. Continuó la voz acompañando el frío
de la hoja del cuchillo que hundía bajo la oreja.
Hambre
Luca nunca supo cómo llegó al Pueblito ni cuándo conoció a los pibes de Imperio. No recuerda si fue en la cancha o ranchando cerca del río luego de una noche larga y extraña. Luca no sabe quién es su padre, ni dónde está su madre. Conoce un medio hermano preso y una hermana con cuatro o cinco pibes, allá por la 24, cerca del otro río que es el mismo pero distinto.
Luca
nació en el Chaco, en las orillas de Resistencia, cerca del Salado, donde se
amontonan las piedras y la miseria. En el norte de un extraño y lejano país.
Conoce
el hambre, el desprecio y la tibieza dulzona de la marihuana; la pasta base y
el suicidio inevitable de los labios rotos.
Conoce
el después; el golpe frontal y el lento peregrinaje hacia el centro. La ciudad infernal
emergiendo como si la noche no hubiera alcanzado a mitigar las culpas de tantos
cuerpos dolidos. Las imágenes que se repiten en cada esquina: hombres separando
basura ante la amenaza de un patrullero, el hambre en la punta de los ojos de
malabaristas insomnes, chicos arropados en la mugre, el ardor inicial y los
cristales del posirrán, los veinte centavos mendigados, juntados y
reventados en un paco a orillas del Riachuelo, pibitas por diez pesos en
la madrugada de Pompeya y las luces azules de la muerte que viene.
Luca
siente frío, tiembla y no sabe qué hace en la esquina, esperando que pase la
camioneta celeste, con un fierro pegado a la cintura.
Los
vecinos del conventillo dicen que Luca es malo. Que cuando anda en junta es
mejor no encontrarlo. Él no se acuerda de eso. No sabe por qué lo miran así,
con espanto y miedo, con odio. Tampoco sabe cómo consiguió el fierro y porqué
disparó contra los vidrios del colectivo, cómo llegó hasta allí, rodeado de
policías y luces. Luces que no lo dejan ver, que le duelen en los ojos.
Luca murió.
Murió
solo y en la guardia del Penna. En un rincón de esta ciudad a la que llegó
buscando a su padre y se fue vacío. Despacito, despacito como el hilo de sangre
que desciende tras su oreja.