lunes, 5 de noviembre de 2012

Carlos Ricciardelli, ficciones violentas

Pesadilla
 
Mil rutas se apartan del fin elegido,
pero hay una que llega a él. 
Michael de Montaigne
(1533-1592)
 
Otra vez, volvía a repetirse apretando los puños, golpeando la mesa. Otra vez, otra maldita vez... y la sangre amontonándose en los límites de la cabeza, golpeándole el pecho, dilatando las paredes de las venas. La sangre tropezando en cada arteria, en cada capilar, aumentando la tormenta, los truenos que la enloquecen.

Pantalones, buzos, camperas, todo había sido revisado una y otras vez con paciencia, con insistencia. Nada, y ella estaba segura que había guardado veinte pesos por si acaso, por si el ataque. Pero el fin de semana había sido un descontrol. Y ahora se fueron y se llevaron la plata... Entonces, se insulta, por estúpida, por estúpida, se dice y piensa en la Vieja y se imagina yendo para el bar a mendigar unos pesos, a pedir un laburo. Y otra vez la Vieja le iba a mandar lo peor, lo más asqueroso, por engrupida, por cocorita. Porque cuando le agarraba el ataque hacía cualquier cosa. Y eso le daba bronca y odiaba a la Vieja y se odiaba a sí misma, porque se veía tirada en un colchón cualquiera, montada a la fuerza, con la mirada en blanco conteniendo las ganas de vomitar, apurando el polvo por asco, por bronca y deseos de salir pronto y correr hasta el kiosco para conseguir esa mierda que la tiene presa.
 
Se puso un buzo y salió a la calle. Tiritaba. Caminó apurada con los puños golpeándose cada tanto los muslos. No escuchó los insultos ni la bocina, sólo el relámpago de las luces golpeándole en los ojos y el chillido de los neumáticos desgarrándose sobre el asfalto. Se descubrió llorando en medio de una avenida, en el centro de una maraña de luces y bocinazos furiosos. Salió temblando, como si esa mano que le aprieta la garganta, la sacudiera de pronto como a una muñeca de trapo, rota y con destino de abandono. Apuró sus pasos.

Tuvo suerte, era temprano y las humillaciones no se dispersaron más allá de ella y del flaco que atiende la barra. La Vieja aceptó su propuesta y la mandó al Riachuelo. Una pieza en un viejo PH en la Avenida Amancio Alcorta, a unas cuadras de Sáenz. Puterío barato de camioneros y pobres. Nataly lo conocía y la bronca se le acumuló en la boca, entre insultos y recuerdos. Pidió unos pesos que la Vieja le adelantó caros y la mandó con el Flaco a buscar un poco de pasta y una pipa. Así no te cortás, y laburás mejor. Le dijo aumentando la presión, la mano sobre el cuello.

Despacio, despacio ... dejame, el Flaco encendió la pipa y se la pasó. Chupó entre toses y saliva, hasta que poco a poco aquietó los gestos, las manos. Después se acomodó el pelo y fueron hasta Pompeya. El Flaco la encerró en la pieza junto a otra piba que dormía desnuda junto a un sillón. Prendió un cigarrillo, esperó al primer cliente y se cruzó al bar.

Junto la guita y me voy, le decía una y otra vez a la que dormía tirada en el sillón, como advertencia, como anuncio, como prédica para convencerse y convencer a todos los objetos del lugar. Sonaron los tres golpes y entró el primer hombre. Un tipo común, cara de nada, pensó y lo llevó hasta el colchón. Pasó uno, dos y el tiempo empezó a estirarse. Entre idas y vueltas la ansiedad le trepaba por el cuerpo y volvieron las ganas de fumar, la mano sobre la garganta y la sangre rebelándose sobre el cuerpo ajetreado, lleno de olores ajenos. El Flaco seguía fumando y anotaba cada tanto números y hora sobre un papel amarillo. Junto la guita y me borro, ¿entendés?. Uno más y no me ven más el pelo. Me voy. Le decía ahora a la piba que acababa de despertarse. Se acomodó en el sillón y le pidió un cigarrillo. Fumó mientras se ponía una remera. Nataly la miraba fumar, tonta y acabada, pensó mientras revolvía en un pequeño cuarto que usaban de cocina. Encontró un cuchillo y se puso a jugar, marcando, dibujando en la puerta. Me voy, me voy.

Sonó el timbre. Uno más y me voy a la mierda, le dijo a la otra piba acercándose. Se corrió el pelo de la cara  abrió. Un hombre ancho, de mediana estatura entró. ¿Cómo están las nenas? Disparó agrandado, mostrándose confianzudo, con aires de macho. ¿Consiguieron la porquería? ¿Por dónde empezamos? ¿En la mesa? Soltaba preguntas y se paseaba por la pieza. Hasta que un no interrumpió la ingravidez del monólogo. Hoy ... vamos a cambiar. Continuó la voz acompañando el frío de la hoja del cuchillo que hundía bajo la oreja.


Hambre

Luca nunca supo cómo llegó al Pueblito ni cuándo conoció a los pibes de Imperio. No recuerda si fue en la cancha o ranchando cerca del río luego de una noche larga y extraña. Luca no sabe quién es su padre, ni dónde está su madre. Conoce un medio hermano preso y una hermana con cuatro o cinco pibes, allá por la 24, cerca del otro río que es el mismo pero distinto.

Luca nació en el Chaco, en las orillas de Resistencia, cerca del Salado, donde se amontonan las piedras y la miseria. En el norte de un extraño y lejano país.

Conoce el hambre, el desprecio y la tibieza dulzona de la marihuana; la pasta base y el suicidio inevitable de los labios rotos.

Conoce el después; el golpe frontal y el lento peregrinaje  hacia el centro. La ciudad infernal emergiendo como si la noche no hubiera alcanzado a mitigar las culpas de tantos cuerpos dolidos. Las imágenes que se repiten en cada esquina: hombres separando basura ante la amenaza de un patrullero, el hambre en la punta de los ojos de malabaristas insomnes, chicos arropados en la mugre, el ardor inicial y los cristales del posirrán, los veinte centavos mendigados, juntados y reventados en un paco a orillas del Riachuelo, pibitas por diez pesos en la madrugada de Pompeya y las luces azules de la muerte que viene.

Luca siente frío, tiembla y no sabe qué hace en la esquina, esperando que pase la camioneta celeste, con un fierro pegado a la cintura.

Los vecinos del conventillo dicen que Luca es malo. Que cuando anda en junta es mejor no encontrarlo. Él no se acuerda de eso. No sabe por qué lo miran así, con espanto y miedo, con odio. Tampoco sabe cómo consiguió el fierro y porqué disparó contra los vidrios del colectivo, cómo llegó hasta allí, rodeado de policías y luces. Luces que no lo dejan ver, que le duelen en los ojos.

Luca murió.

Murió solo y en la guardia del Penna. En un rincón de esta ciudad a la que llegó buscando a su padre y se fue vacío. Despacito, despacito como el hilo de sangre que desciende tras su oreja.

 

 

 

Bukowsky, algunos papeles

3 HORAS; 16 MINUTOS; 30 SEGUNDOS

Se supone que soy un gran poeta
y tengo sueño por la tarde,
sé que la muerte es un toro gigantesco
dispuesto a embestirme
y tengo sueño por la tarde
sé que hay guerras y hombres que pelean en el ring
sé que hay muy buena comida, buenos vinos, buenas mujeres
y tengo sueño por la tarde,
me inclino hacia el sol tras una cortina amarilla
y me pregunto donde habrán ido las moscas de verano
recuerdo la muerte tan sangrienta de Hemingway
y tengo sueño por la tarde.
Algún día no tendré sueño por la tarde
algún día escribiré un poema que encenderá volcanes
en las colinas que están ahí afuera
pero ahora mismo tengo sueño por la tarde
y alguien me pregunta -"Bukowski, ¿qué hora es?"
y yo contesto:- "3 horas, 16 minutos, 30 segundos".
Me siento culpable, me siento asqueroso, inútil,
demente, tengo sueño
por las tardes,
están bombardeando iglesias, bien, eso está bien,
los niños montan pony´s en los parques, eso está bien,
las bibliotecas están llenas de libros sabios,
hay música grandiosa encerrada dentro de la radio
y yo tengo sueño por la tarde,
tengo una tumba dentro de mí diciendo
bah, dejá que lo hagan los demás, dejales que ganen.
Dejáme dormir,
el ingenio está a oscuras
barriendo la oscuridad como una escoba,
me voy a donde se han ido las moscas de verano,
intenten atraparme.



ENFERMO

Estar muy enfermo y muy débil es algo
muy extraño.
Que ir desde tu cuarto al cuarto de baño
y volver te absorba toda la energía parece
una broma pero
no me produce risa.
De nuevo en la cama volvés a pensar en la muerte
y llegas a lo mismo: cuando más te acercás
menos terrible resulta.
Tenés mucho tiempo para examinar las paredes,
y los pájaros,
en un cable telefónico cobran
mucha importancia.
Y la televisión: hombres jugando béisbol
un día tras otro.
Falta de apetito.
La comida sabe a cartón, te pone
enfermo, más que
enfermo.
Mi dulce esposa sigue insistiendo en que
coma.
"El médico, dijo..."
pobrecita mía.
Y los gatos.
Los gatos saltan a la cama y me miran.
Me miran fijamente y después
dan otro salto y se van.
Qué mundo este, pensás: comer, trabajar, coger,
morir.
Afortunadamente tengo una enfermedad contagiosa: no
hay visitas.
Me quedé en 70 Kg.
De 98 que pesaba.
Parezco de un campo de concentración.
Lo
soy.
Sin embargo soy afortunado: me deleito en la soledad, nunca voy a
extrañar la
multitud.
Podría leer grandes obras, pero las grandes obras no
me interesan.
Estoy sentado en la cama esperando que todo esto
se resuelva de una forma
u otra.
Simplemente como todos
los demás.